Encontre este analisis del señor Jesus Vallejo Mejia, la cual bien vale la pena examinar, se trata de una de las perspectivas de la actualidada y futuro de la Administracion de Justicia en Colombia.
13/02/2012
Jesús Vallejo Mejía
Pianoforte, febrero 12 de 2012
Por
gentileza de Álvaro Villegas Moreno, su presidente, tuve el honor de
disertar ante la Sociedad Antioqueña de Ingenieros y Arquitectos acerca
del tópico en referencia.
Mi exposición se transmitió por internet y quedó grabada en el sitio del siguiente enlace:http://www.ustream.tv/ recorded/20291806
En
síntesis, después de referirme a la importancia de la justicia en la
sociedad y a lo que considero que son presupuestos necesarios para
abordar el tema, me apliqué a los que a mi juicio son las factores más
significativos de la evidente crisis que afecta hoy a la
institucionalidad judicial en nuestro país, a saber: la justicia
ideologizada, la justicia politizada, la justicia sin controles y, entre
signos de interrogación, la justicia corrompida.
La
cuestión de las ideologías en el mundo jurídico es compleja y abre no
pocos espacios de discusión. Cuando los jueces actúan conforme a los
criterios ideológicos generalmente aceptados en la sociedad, sus
providencias suelen acogerse espontáneamente. Pero si las orientaciones
que adoptan reflejan apenas puntos de vista minoritarios y, además,
pretenden imponerlas a todo trance por medio de sus providencias,
resulta obvio que se presten a agrias discusiones en el seno de las
comunidades. Así ha sucedido con fallos como los de la legalización de
la dosis personal, la eutanasia, el aborto o las uniones homosexuales,
en los que la Corte Constitucional ha resuelto por sí y ante sí
introducir modificaciones sustanciales y de extrema gravedad que pugnan
con los sentimientos morales de gran parte de la comunidad.
La
suplantación de la normatividad jurídica por la ideología facilita la
politización de la administración de justicia. En efecto, de las
adhesiones ideológicas a las adhesiones políticas hay un solo paso y la
tentación para darlo está siempre presente cuando no median controles
adecuados sobre la conducta de los jueces y las decisiones que adoptan.
Esa
politización no se refiere sólo a lo que podría considerarse como la
alta política, que tiene que ver con las grandes orientaciones de la
vida comunitaria, sino también y de modo principal a los juegos de
poder, los efectos electorales, la lucha mezquina de los partidos, etc.
Se
sabe, por ejemplo, que en la decisión de la Corte Constitucional acerca
de la posibilidad de una segunda reelección del presidente Uribe Vélez
influyó tanto la idea de ponerle coto a una tendencia caudillista que
los magistrados consideraban inconveniente, sino un sentimiento de
animadversión contra aquél. Y estos sentimientos, inadmisibles en una
autoridad judicial, determinaron el bochornoso episodio que culminó con
la elección de Vivian Morales como Fiscal General de la Nación.
Que
un alto dignatario de la Corte Suprema de Justicia diga, así sea en
privado, que hay que derrocar al Presidente de la República, es algo
insólito a más no poder. Y que la elección de Fiscal General de la
Nación esté rodeada de un ambiente de componenda política, resulta en
extremo perjudicial para la credibilidad de la institución.
Le
cuesta a uno demasiado trabajo mental entender que la Fiscalía haya
quedado en manos de una activista del samperismo, casada además con un
personaje tan discutible como el hoy pastor cristiano Carlos Alonso
Lucio.
No
sin razones, sus medidas en los casos de Andrés Felipe Arias y Luis
Carlos Restrepo han sido interpretadas como actos de persecución contra
el uribismo.
Pero
la muestra más contundente de politización de la justicia la acaba de
dar el fallo del Tribunal Superior de Bogotá contra el coronel Plazas
Vega, medida a la que el calificativo más suave que puede endilgársele
es el de pavorosa.
Esta
sentencia muestra algo muy inquietante, como es la toma de la justicia
penal por la izquierda que avasalló las universidades a partir de la
década del sesenta en el siglo pasado.
Un
tema de fondo tiene que ver con la ausencia de controles adecuados que
hagan efectiva la idea de los frenos y las contrapesas en las relaciones
entre los poderes públicos. Nuestra separación de poderes exhibe
notorios desbalances que dan pie a que se ponga en duda su efectividad. Y
esos desbalances se inclinan notoriamente del lado de la rama judicial,
que tiene poderes respecto de la legislativa y la ejecutiva que no se
compensan adecuadamente con los de éstas sobre aquélla.
De
hecho, las altas cortes tienen garantizada la impunidad y es por ello
que la tendencia a la dictadura judicial se ha acrecentado entre
nosotros.
Los
síntomas de corrupción de la justicia son alarmantes. Piénsese en las
acusaciones que median sobre el pago de jugosas sumas a magistrados que
decidieron la elección del fiscal Iguarán, los nexos de algunos de ellos
con un mafioso del corte de Giorgio Sale, la imputación que se ha hecho
contra la hermana del ex magistrado Yesid Ramírez por el recibo de más
de un millón de dólares por gestiones en un caso de extradición, o lo
del “carrusel de las jubilaciones” que acaba de enlodar a la Sala
Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura.
La crisis de la justicia en Colombia ha tocado fondo.
La
responsabilidad viene en buena medida de los constituyentes de 1991,
que al decir de Juan Manuel Charry introdujeron importantes innovaciones
en materia de derechos, pero fallaron en el diseño institucional. Como
lo observé en mi charla ante la SAI, poco se ocuparon de la ingeniería
constitucional.
La
proliferación de altas cortes, la multiplicación de los derechos, las
tendencias francamente irresponsables en materia de responsabilidad del
Estado que amenazan con arruinarlo, el desbordamiento de la tutela, son
factores que hay que considerar a la hora de examinar el porqué de
tamaño fracaso institucional.
En
los últimos años hemos presenciado conflictos tan insólitos como
perturbadores: los “choques de trenes” entre altas cortes y uno reciente
entre las dos salas del Consejo Superior de la Judicatura; la
perniciosa confrontación del presidente Uribe Vélez con la Corte Suprema
de Justicia, tema sobre el cual bien convendría que se hiciese una
minuciosa investigación histórica; el temible enfrentamiento de la
justicia penal con la institución militar; o el conflicto de la
institución judicial con la opinión pública.
Llamo la atención sobre estos dos últimos eventos.
En
Inglaterra suele decirse que toda la armada de Su Majestad está al
servicio del más humilde de los jueces de la Corona, para resaltar así
la cooperación que debe mediar entre la institución judicial y la
institución armada, vale decir, entre la autoridad del derecho y y la
fuerza coercitiva del poder público.
El
presidente López Michelsen, por su parte, invocaba durante su gobierno
la idea del constitucionalismo norteamericano, según la cual la
institucionalidad reposa sobre el binomio de la Corte Suprema de
Justicia y las Fuerzas Armadas.
Pienso
que de lo peor que puede haber ocurrido en Colombia es la tensión que
se ha planteado entre los jueces y el estamento militar, sobre todo a
propósito del extravagante fallo del Tribunal Superior de Bogotá que
mencioné atrás. Es una acción que tarde o temprano suscitará funestas
reacciones de las que todos seremos víctimas.
Preocupante
en grado sumo es, en fin, el descrédito de la administración de
justicia, según lo dicen las encuestas de opinión que periódicamente se
efectúan en el país, a cuyo tenor el grado de apoyo al sistema judicial
en su conjunto va a apenas por encima del 20%. Y en una medición
internacional que se publicó hace poco, el sistema colombiano quedó
clasificado como uno de los peores.
La
reforma judicial es, pues, de extrema urgencia. Pero el proyecto que se
tramita en el Congreso está empantanado por el marginamiento de
discusión por parte de las altas cortes y el temor de los congresistas a
que ellas los persigan. Muchos hablan de que la única solución sería la
convocatoria de una asamblea constituyente, pero en mi opinión personal
ese remedio es muy discutible, habida consideración de lo que sucedió
en 1991.
En
rigor, la crisis de la justicia es apenas reflejo del deterioro moral
de la sociedad colombiana, que parece unida más por una red de
complicidades que por un tejido de solidaridades.
Por
eso traje a colación la célebre sentencia que se atribuye a Horacio:
“¿De qué sirven las vanas leyes si las costumbres fallan?”
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